EL EXTRANJERO


-“Discúlpeme señora, pero su hijo es muy retraído, casi no habla en clase, ni siquiera con sus compañeros. No se adapta al grupo. Nunca quiere participar. Hace bien los trabajos y su nivel de aprendizaje es normal, pero creo que podría tratarse de un caso de autismo leve…”
-“¡Qué me está diciendo, señorita! Está usted loca. Mi hijo es completamente normal. Seguro que usted no sabe llegar a los niños…” Rosaura, casi siempre equilibrada y amigable, rompió en furia al escuchar la explicación de la profesora del nido de Francisco. Ella no veía nada extraño en su único hijo hombre de cinco años, así que decidió no hacerle caso al diagnóstico de la novel profesora.
En el patio del nido, para variar, Francisco estaba parado en un rincón observando a sus compañeros jugar. Vestía con su mandil azulino –mientras todos los niños estaban de gris– y sostenía en su mano derecha su pequeña lonchera amarilla. A sus cortos cinco años, simplemente se sentía ajeno a la situación que lo rodeaba. Había una desconexión que la asumía casi natural, de nacimiento, con su entorno más cercano. Sus pequeños ojos verdes -uno más grande que el otro– miraban todo y nada a la vez. Francisco estaba ensimismado, cuando intempestivamente fue embestido por un torbellino de rulos rubios.
-“Hola, Francisquiiiiitoooo”, le dijo Natalia e inmediatamente lo apachurró para darle un sonoro beso en la mejilla.
Francisco se ruborizó por el exceso de cariño –inmerecido por cierto, pensaba él– de Natalia, una niña que lo adoraba, pero que tenía un enorme lunar marrón de carne en la cara y eso lo atemorizaba. Francisco lo miraba como si se tratase de un monstruo que poco a poco se estaba apoderando de su amiguita.
-Hola, respondió Francisco tímidamente, viéndola de reojo.
-¿Qué haces? Le preguntó Natalia.
-Nadaaaa, respondió casi susurrante Francisco.
-¿Quieres que te invite un caramelito?
-No, gracias, respondió Francisco casi impaciente.
-¿Y….? Riiing Riinng, sonó la campana, fin del recreo y del martirio de tener que responder las preguntas de Natalia.


Era la adoración de su nana. A los siete meses de nacido, Jacinta lo ponía en su corral y Francisco no lloraba ni se quejaba. Jugaba feliz con sus juguetes en ese metro cuadrado de lona y plástico, permitiéndole a su nana hacer las labores del hogar y preparar el almuerzo sin ningún contratiempo. Cierta tarde, Jacinta lo sacó a pasear en su coche por el parque junto a su hermana mayor, Lucrecia. ‘Lucre’–cinco años mayor que él– había dejado de ser el centro de atención de la familia desde que nació Francisco, y por eso no lo soportaba. Cuando nadie la veía, le metía un pellizco o le jalaba el pelo a su hermano por el puro gusto de verlo llorar. Esa tarde, durante todo el trayecto al parque, Lucrecia insistió a Jacinta que le comprara dulces en la bodega de la esquina.
-¿’Jacin’, me puedes comprar unos caramelos y unos chicles en el ‘Chino’?, preguntó Lucrecia con su adulona voz.
-No creo Lucrecia, porque no te has portado bien y se te van a caer los dientes de tanto dulce que comes. ‘Lucre’ nunca aceptaba un no como respuesta, así que se tiró al piso y empezó con la pataleta. Al no tener como parar la rabieta que llamaba la atención de todo el barrio, Jacinta accedió a su pedido. Antes de entrar a la bodega, la nana le pidió un favor a Lucrecia.
“Por favor cuida a tu hermanito. Un minutito nada más, mientras compro lo que me pediste”.
‘Lucre’ asintió con la cabeza y apenas Jacinta entró a comprar, empujó con todas sus fuerzas el cochecito de Francisco en dirección a la pista. Lucrecia deseaba en lo más profundo de su pequeño ser que Francisco despareciera de su vida para volver a ser la reina de la casa. Felizmente para Francisco y para Jacinta, un señor logró detener el cochecito en el borde de la vereda antes de que fuera embestido por algún auto en la avenida.
‘Lucre’, ¡¿por qué hiciste eso?!, gritó Jacinta. ¿Yooooo?... No he hecho nada ‘Jacin’. El cochecito se fue solo y yo traté de decírtelo pero no me escuchaste.


(15 años después…)
Estaba echado sobre su cama mirando a la nada. Era una tarde común, después de un día de colegio, de su infierno gris. Francisco intentaba concentrarse para estudiar, pero se quedaba dormido. Sentía que ya nada importaba y que todo había perdido sentido. Había un vacío que cada día se hacía más grande y su desconexión con el mundo era más evidente. El silencio inundó la habitación, era casi insoportable. Francisco cerró los ojos por un momento y volvió a soñar despierto, como tantas veces lo había hecho. En un mundo de supuestos, era feliz, o creía serlo. Después de unos minutos, volvió a abrir sus ojos y su mirada se quedó mimetizada con el blanco del techo. De pronto, irrumpió en su mente una escena con su padre que se repetía con cierta frecuencia. “No puedes ser siempre un mero espectador, un actor pasivo. Si sigues así, la vida te pasará por encima”. Francisco solo atinaba a bajar la mirada y a llorar en silencio. Con el paso de los años, el punzante discurso de su progenitor ya no hacia mella en su existencia. En una promesa que se hizo, juró no volver a llorar nunca más frente a su padre, y así fue.



"Mister, money exchange ¿Dólar, Euro?".
“Soy más peruano que tú, huevón”, le gritó –harto– Francisco al cambista, mientras cruzaba la calle en el Centro de Lima.
“Hello, my friend. You can know the city with me and have some fun”. Francisco miró a la brichera con desidia. No sabía si reírse o mandarla a la mierda. Al final, trató de ser gentil. “Soy peruano como tú comprenderás”. La señorita de marras dio media vuelta y desapareció por el Jirón de la Unión. A Francisco le jodía que lo vieran como extranjero en su propio país. Encima de su timidez, tenía que lidiar con el prejuicio racial y social. “Eres gringuito, pero eres buena gente”. Otra frase que le repetían una y otra vez. Para mucha gente en el Perú ser ‘blanco’ es sinónimo de millonario, explotador, superficial, pituco, insensible, mala persona, nacido en cuna de oro, que no necesitas trabajar, que tienes la vida fácil o comprada y un largo etc. de adjetivos descalificativos. Cada vez que conocía a una persona, Francisco sentía que tenía que rendir un examen de humanidad y humildad para demostrar que era un ser humano común y silvestre, sin ínfulas ni poses cojudas. Es como si tuviera que lidiar con esa herencia letal dejada por los españoles y que la tiene impresa en su apellido materno y, para colmo de prejuicios, el paterno es de origen italiano. Francisco tiene muy presente que hay una herida abierta en su país, que está lleno de fragmentaciones, contradicciones y abismos.

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