El campamento

 


Julio, 1980. Su timidez le impedía sociabilizar como todo niño de su edad. A sus ocho años, Francisco prefería observar, contemplar, vivir en silencio, hacia adentro, casi nunca hacia afuera, siempre soñando despierto con lo que podría ser y no enfrentando lo que era.

Había una desconexión con el mundo real y con frecuencia imaginaba lo que quería que sucediera pero nunca hacía nada (o casi nada) para que ocurriera. Y como para que rompiera ese miedo a enfrentar la realidad y conectara con otros niños, sus padres lo pusieron en los Boy Scouts.

El detalle estuvo que en su colegio no había Boy Scouts por lo que su padre le pidió el favor a una compañera de trabajo. La señora de imponente porte era la Akela -jefa de la manada de los lobatos en un reputado colegio alemán en Miraflores- que hizo la gestión para que aceptaran a Francisco.

Así, el rubicundo niño asistió cada sábado al mencionado colegio para aprender a hacer diversos nudos, fogatas, escalar, primeros auxilios, trabajar en equipo y ser solidario. A pesar de estar en un ambiente no hostil, no hizo ningún amigo pero aprendió lo impartido.

Y llegó el día en donde recibiría su pañoleta luego de pasar las pruebas de rigor tras varios meses de entrenamiento. Para realizar la ceremonia, se organizó un campamento en Santa Rosa de Quives junto al río.

Tras un poco más de una hora de viaje en autobús, la manada de lobatos llegó a la zona del campamento donde ayudó a armar las carpas y cumplió con todas las órdenes de Bagheera y Akela antes de poder disfrutar del río.

Los lobatos saltaban, reían y nadaban sin preocupaciones. Todo era alegría. Habían atado una soga en una rama de un árbol que estaba junto al río desde donde se lanzaban a las tranquilas aguas. Francisco disfrutaba del juego pero sin integrarse al grupo. De pronto, su estómago le jugó una mala pasada como siempre. En el desayuno había tomado leche y comido queso, olvidando que su intolerancia a la lactosa era incontrolable, su talón de Aquiles.

Su estómago empezó a rugir como un león y Francisco tuvo que salir lo más rápido que pudo del río en búsqueda del improvisado baño que habían hecho en el campamento junto a un riachuelo. El problema fue que el camino era cuesta arriba y a mitad de su desesperada carrera no pudo aguantar más y se cagó encima. Su ropa de baño estaba llena de excremento y no sabía cómo limpiarlo.

El pánico lo invadió y, lo peor de todo, no supo pedir ayuda. Tenía tanta vergüenza decirle a Akela y a Bagheera lo sucedido que prefirió ocultar lo que él consideraba una humillación. Abrió su mochila y, sin pensarlo dos veces, guardó su ropa de baño embarrada con las heces. Se cambió y volvió al río sin decir nada. Por la noche, se dio la ceremonia de compromiso y recibió su pañoleta en medio de la fogata y de los cánticos de los lobatos.

“Lobato soy/soy chiquitín/muy juguetón/y reilón (bis)/

“Al bosque iré/me perderé/me buscarán/me encontrarán (bis)”

“Caminando en cuatro patas llegaré (bis)/Caminando en cuatro patas, con la lengua hasta la guata/caminando en cuatro patas llegaré”

La ceremonia llegó a su fin y los lobatos, cansados e ilusionados de haber vivido un ritual que marcaba sus cortas vidas, volvieron a la carpa para descansar sin saber lo que les esperaba.

¡¿De dónde viene ese olor tan asqueroso?! ¡Hay miles de moscas!, se escuchó casi a una sola voz el clamor de la manada.

Francisco estaba mudo y, con el temor que descubrieran su vergüenza, se acurrucó en su bolsa de dormir ante el fastidio y queja de todos. Pese a las moscas y al hedor, los lobatos finalmente se quedaron dormidos. Al día siguiente, tampoco pudieron hallar de dónde provenía el olor nauseabundo y, tras una jornada de juegos y una parrillada, retornaron a sus casas.

Francisco fue recibido por su madre, quien lo interrogó sobre todos los pormenores del campamento. Obviamente Francisco omitió contarle lo que había pasado con su ropa de baño, pero la pestilencia al abrir su mochila lo delató.

¡¿Qué has traído del campamento, Francisco?! ¡¿Un animal muerto?!



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